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miércoles, 7 de noviembre de 2012

La grandeza de Nuestra Nación


Los seres humanos vivimos inmersos en el hoy; esto es indudable. Sin embargo el estado interior que resulta de la apreciación consciente de esta vida presente y que denominamos “vivencia”, y que propiamente “vivencia” el instante. Ese yo interno interpela el ahora del mundo en función de una imagen recreada del futuro. Es precisamente una aproximación casi plástica al mañana la fuerza capaz de extraer del hoy, una de entre tantas vidas posibles. El mismo hecho externo puede evocar valor o cobardía, rencor o arrepentimiento, alegría o tristeza, u otro clima interior, según la forma que nuestra imaginación da al mañana. Esta forma recibe, a su vez, un impacto permanente de cada experiencia; pero la resultante está siempre puesta en la escala de lo porvenir. Es el futuro esperable la fuerza dominante de nuestra interiorización del presente y de nuestra relación actual con el entorno.
Las Naciones tienen pre-escrita esa forma futura, en su momento fundacional. El hombre en cambio, es suficientemente indeterminado en este sentido como para ser modelado por fuerzas determinantes. Una de las más poderosas de estas fuerzas forjadoras de imágenes de futuro es la Nación. La Nación es, para cada uno de nosotros, determinada en su origen y poderosamente determinante de nuestra imagen del futuro individual, no solo colectivo. El hombre, como decía Pico della Mirándola en su discurso humanista, es un camaleón que puede serlo prácticamente todo. Pero las naciones en cambio, no. La Nación es una determinada forma del mañana, capaz de determinar el futuro posible para cada individuo. Esa determinación consiste en una de entre tantas vidas posibles extraídas al hoy, merced a una imagen del mañana. Las naciones, a pesar de celebrar un momento fundacional ubicado en el pasado, se perciben a sí mismas como destinadas a durar eternamente, escribió Henry Kissinger recientemente. Son ellas mismas una forma de “futurar”, si se nos permite el término, de hacer futuro. Ahora bien, en ellas, esta dicha imagen del porvenir se escribió, al menos en sus rasgos fundamentales, una vez y para siempre, en el pasado; en el origen. Este futuro posible escrito es la fuerza moral que determina en una dirección específica a los ciudadanos, y que modela la internalización vivencial de los datos surgidos del entorno. La nacionalidad es algo muy profundo; es una definición para todos nosotros, de un camino que da sentido a nuestro presente. Y su fuerza surge de la reedición constante de sus valores, de la recreación constante de su futuro particular. Que siempre es un destino de grandeza para las personas que la conforman, que siempre es una dirección general a la vida, que siempre opera como un “entorno familiar”, para utilizar la terminología de Albert Camus, que opera como espacio pleno de sentido, en la inmensidad inasequible de las existencias posibles, cuyo conjunto amorfo y descarnado de lo nacional, amenaza con sumirnos en el absurdo.   

martes, 9 de octubre de 2012

Universidad y Globalización


La universidad, dice Ortega & Gasset, es la “…resolución misteriosa que toma un pueblo de vivir de la inteligencia”[1]. Ahora bien, se podrá objetar que siempre y en todo lugar los pueblos optaron por vivir de la inteligencia. Y esto es innegable. Sin embargo, y sin ánimo de entrar en una discusión diferente de la que intentamos plantear, esta forma de vida dependiente del ejercicio de la inteligencia que señala Ortega contiene peculiaridades que vale la pena mencionar. Porque aun aceptando que el hombre siempre ha vivido de contenidos intelectuales, lo novedoso con la universidad a continuación de la revolución científica es que esa doctrina de vida reclame, no ya la autoridad tradicional o la costumbre como formas indudables de apelar a la inteligencia, sino un convencimiento surgido del silogismo. La doctrina científica institucionalizada en el sistema de educación superior tiene como misión promover el uso del silogismo para resolver las incógnitas y los problemas de la vida de la cultura. El método es universalmente accesible, declarado infalibe, y solo requeriría contar con las premisas adecuadas. Se trata de un silogismo igualador, que cualquiera puede utilizar, que equipara las concepciones de las distintas capas sociales y sistemas culturales, y que da poder y legitimidad. El mandato detrás de la sociedad planificada desde la ciencia y promovida a través de los centros de educación superior es el de vivir del silogismo; pensar conforme la lógica permite concluir a partir de hechos constatados experimentalmente; y luego, con dichas conclusiones, fabricar aparatos y técnicas que puedan ser colocados en el mercado o en el sistema de poder político, so pena de quedar relegados al plano de las artesanías. La expresión que mejor describe el ciclo es “innovación tecnológica”, y su contrapartida político-social sería: “una sociedad de oportunidades”. Esto es nuevo en la historia, y los centros de educación superior constituyen su eje. Nosotros creemos que el dominio del ciclo significa simultáneamente la aceptación del credo globalizador, pero a la vez la única oportunidad real para su humanización. Porque esta vida desde el silogismo corre el riesgo fatal de convertirse en una vida nutrida de cálculos; y el cálculo desenrraizado del resto de los aspectos de la vida humana, sencillamente bestializa.
En otra parte nos explayamos sobre los orígenes de la universidad en los gremios medioevales de profesores de teología[2], y cómo los sindicatos fueron el modelo para organizar las altas casas de estudio. Pero también comentamos acerca de otra tradición que fuera decisiva para la evolución de las “universidades” (denominación propia de los sindicatos del siglo XIII de nuestra era); nos referimos a la escuela de filosofía de Platón. La idea de una Academia para jóvenes, donde aprenderían, mediante el estudio de las artes liberales, a mandar en la sociedad, fue inventada (aunque siguiendo una clara tendencia de su época) por Platón en el siglo IV antes de Cristo en Atenas y continuó ejerciendo su influencia en el Occidente post Romano; este modelo produjo en la naciente institución de las escuelas medievales el apego por la ciencia y su método. A partir de aquí las universidades comenzaron su trayectoria, llegando a convertirse (es el caso de Boloña, París, Oxford, Salamanca y Coímbra), luego de la Iglesia Católica, en las instituciones con tradición administrativa ininterrumpida más antiguas del mundo. Es a este tipo de instituciones con todos sus descendientes a las que la era de la globalización ha encomendado sus definiciones más trascendentales, cual es crear la doctrina que permita al hombre entenderse en un mundo dominado por la técnica.
Más arriba dijimos que la globalización crea en realidad dos corrientes simultáneas, una de coherencia y desarrollo, y otra de pobreza y conflicto, ambas “planetarizadas”. Esto afecta fuertemente la cuestión del poder. El poder no se ejerce y no es el mismo en una civilización caracterizada por la interrelación global y el efecto universal sobre la naturaleza propios del mundo tecnológico. Y a este respecto en otro sitio hemos escrito la relevancia que la cuestión universitaria posee para el nuevo mapa de poder mundial[3]. La OECD publicó un informe donde trata respecto del nivel de educación terciaria alcanzado por las principales potencias del mundo[4]. Estados Unidos, que luego de la Segunda Guerra Mundial era cómodo el país donde más jóvenes alcanzaban un diploma universitario, hoy, con el 41% de su población entre 25 y 34 años de edad con título, queda muy atrás de Corea del Sur (63%), o Japón (56%), que lideran el ranking mundial. Además, la velocidad de crecimiento de estos países junto con China y la India, hacen que la prevalencia de fuerza laboral calificada se desplace desde Occidente hacia un Oriente que no solo estimula a sus jóvenes a completar sus estudios con un título de educación superior, sino que hoy es la usina de matemáticos, ingenieros, y químicos, más importante del mundo. Esta opción por la educación superior no es casual. Los cálculos muestran que invertir en un futuro graduado devuelve un 20% anual de retorno a la comunidad en términos de impuestos por mejores salarios, y productividad agregada. Por ejemplo, de concentrar las 4.000 compañías fundadas por ex-alumnos del MIT en sus 150 años de vida obtendríamos la economía número 24 del mundo, que sería equivalente al PBI Argentino. Pero a su vez la calidad de nuestra vida institucional dependerá de la capacidad del ciudadano común para vivir en Democracia; y la Universidad también deja aquí su impronta. La revista Science publicó recientemente que el nivel educativo es el predictor más fuerte de participación política; y la explicación a esta conexión podría residir en el espíritu académico mismo. La verdad como resultado del esfuerzo colectivo, la apertura a ideas nuevas, el respeto por el dato crudo de la realidad, son todos valores que ayudarían mucho a nuestra democracia enferma de mentira y falta de seriedad intelectual. Porque la democracia es el intento por aplicar el silogismo a la organización política. Luego difícilmente dominará este sistema de gobierno una sociedad que no asuma culturalmente la doctrina del silogismo tal cual y como la resumimos más arriba.
La Argentina actualmente no supera el 10 a 12% de su población de 25 a 34 años de edad con título universitario o terciario en sus diferentes modalidades. Esta podría ser considerada su tasa de graduación. Así las cosas, nos encontramos por detrás de Turquía (17%), a pesar de que su PBI per cápita (U$-PPP  13.464/año) es inferior al nuestro (Argentina: U$-PPP  15.864/año), y es políticamente bastante más joven que nosotros. La baja tasa de graduación posee serios efectos sobre la población económicamente activa. El mismo informe expresa que las personas con título corren un riesgo menor de quedar desempleados, y que sus ingresos son, en promedio, superiores a los de la población sin estudios superiores. Luego una consecuencia propia de la falta de compleción de estudios superiores es la inequidad; en general, la mayor parte de la renta tenderá a distribuirse predominantemente entre quienes se graduaron. El mercado laboral ha cambiado y se ha globalizado, siendo el corrimiento tecnológico el factor determinante de una nueva clase de trabajadores, altamente calificados y con una nueva mentalidad que se nutre de los valores de la globalización. Sin una multitud de trabajadores con al menos un estudio terciario, la economía no tiene ninguna posibilidad de ser competitiva[5]. No resulta difícil entonces relacionar las dos necesidades que nuestra patria experimenta frente al mundo que se globaliza; la de adquirir liderazgo en las disciplinas científicas que caracterizan a este mundo contemporáneo en proceso globalizante, y la de procurar el bienestar a su pueblo en un contexto globalizado, con las competencias laborales y cívicas que ello implica. Evidentemente nuestro retraso en educación superior impactará en ambos frentes negativamente.
Sin embargo, hay una consecuencia adicional de la calificación universitaria de la población activa, que atrae especialmente, la atención de los expertos de todo el planeta: ella determinará qué naciones conducirán el mundo del mañana. Y es precisamente esta consecuencia la que debería alertarnos respecto de las posiciones relativas de la Argentina en un futuro cercano. Porque no solamente Corea, China, o Japón, han pasado a otra categoría; Brasil y Chile se encuentran, pese a sus dificultades, en una carrera no menos vertiginosa por desarrollar sendos conglomerados de educación superior e innovación, y todo parece indicar que las ventajas respecto de notros se acrecientan. Esta es una de las principales misiones de la universidad en la era de la globalización. Nuevamente aquí nuestro país tiene mucho por hacer, y la educación superior es una herramienta estratégica de primer orden.
En síntesis, la globalización como fenómeno surgido del aumento de poder, y del incremento de las comunicaciones, conlleva tensiones. La clave de bóveda tanto para adecuarse (o, idealmente, liderar) a los tiempos que corren, así como para humanizar un proceso que amenaza con ignorar al hombre, es la propia ciencia como sistema de innovación, y la reforma social surgida de la educación como sociedad de oportunidades. En ambos procesos la universidad tiene un papel central a desempeñar. Por otro lado, la posición relativa de la Argentina en el mundo contemporáneo que se perfila, depende de su éxito en propiciar este proceso en el seno de su comunidad. Esta es nuestra única perspectiva cierta de desarrollo y felicidad para nuestro pueblo; y la Universidad es la institución indicada para ubicarnos a la altura de las circunstancias.


[1] Lo que la universidad tiene que ser “además”. En: José Ortega y Gasset. Misión de la universidad. Madrid 1960, Revista de Occidente. Cap. V, pp.: 61
[2] Carlos Javier Regazzoni. La misión política de la universidad. Buenos Aires 2009, Céfiro
[3] Carlos Javier Regazzoni: Los Universitarios y el desplazamiento del poder mundial. Posteado el martes 1 de noviembre de 2011. En: http://www.carlosregazzoni.blogspot.com/2011/11/los-universitarios-y-el-desplazamiento.html
[4] OECD (2011), Education at a Glance 2011: OECD Indicators, OECD Publishing. http://dx.doi.org/10.1787/eag-2011-en
[5] Laura Tyson. America’s Three Deficits. http://www.project-syndicate.org/commentary/tyson2/English

jueves, 9 de agosto de 2012

Perón y las bases de la “Comunidad Organizada”


La “Comunidad Organizada” fue escrita para el Primer Congreso Nacional de Filosofía en la Ciudad de Mendoza en el año 1949, que el presidente Perón inauguró. El texto fue delineado muy probablemente por el Catalán José Figuerola, estrecho colaborador del presidente desde sus tiempos en la Secretaría de Trabajo y Acción Social, un autodidacta sólidamente formado en filosofía, historia, y pensamiento eclesiástico, con genuina vocación social. En esos momentos el mundo vivía el final de la Segunda Guerra Mundial y la división entre dos bloques ideológicos, definida en la Conferencia de Yalta (1945). Fiel a su consigna de que el Comunismo es una doctrina que habrá de ser derrotada por otra doctrina, y absolutamente persuadido de la responsabilidad ineludible que cabía al liberalismo en las calamidades recientes, en la “Comunidad Organizada” el General Perón ensaya los fundamentos de lo que sería su tercera posición.
Asistimos a una poderosa transformación del panorama humano. Y esta etapa de la evolución se caracteriza entre otras cosas, como decía Perón, “…por lanzar al hombre fuera de sí, sin proveerle previamente de una conciencia plena de sí mismo…”[1], no sólo desde el punto de vista individual, sino (y especialmente), desde el punto de vista colectivo. Porque la “…marcha fatigosa y rápida de la evolución social, como de la economía, han trastornado los habituales paisajes de la conciencia”[2]. El mundo evoluciona más rápido que la conciencia que los pueblos pueden adquirir de sí mismos, inmersos como están en este panorama transformado. Y en este sentido, creo que la organización de la comunidad con el fin de conformar una sociedad más justa descansa sobre dos posiciones tan fundamentales como profundamente subsidiarias la una de la otra: por un lado, el patriotismo, y por el otro, un sincero humanismo. Sin esta axiología política esencial desaparecen los mismos fundamentos de ese arco de solidaridades que conforman las realidades nacionales, para tomar la expresión de Oszlak.

Los fundamentos del vínculo social

En “El despertar del individuo” Roberto Mangabeira señala que “…el amor al mundo es la luz más débil de una llama más brillante, el amor humano…”[3]; la reflexión bien pudiera aplicarse al amor a la patria, una especie de combinación de amor al mundo y al Hombre. Vale la pena una breve reflexión respecto de este dilema al que nos enfrentan la cuestión del patriotismo por un lado, y la urgencia de la solidaridad por el otro, toda vez que vivimos en una sociedad cada vez más estructuralmente inequitativa, donde eclosiones de patriotismos retrógrados que anulan la entidad de quien se manifieste como “distinto”, conviven con el anonimato y la indiferencia que expulsan a enormes masas hacia la marginalidad de la corriente fundamental de prosperidad y desarrollo de la modernidad. La clave de bóveda del dilema consiste en un amor a la patria que nos permita existir como comunidad, pero que no nos escinda del progreso al que solo accederíamos de asimilar ciertas condiciones que hoy se vislumbran como universales.
Indudablemente los fundamentos del vínculo social han cambiado. Señala Pierre Rosanvallon que un análisis fenomenológico del vínculo social muestra que “…en las sociedades tradicionales, el principio de la cohesión social está inscripto en la estructura misma de la sociedad…”. En las sociedades atávicas“…El vínculo social se percibe como natural, ya se trate de la familia, de la relación de vecindad, o de la jerarquía social en su conjunto”[4]. En todos los niveles de vínculo hay naturalidad y jerarquía, y por lo tanto, no se discuten. Es la experiencia que tenemos al visitar un pueblo pequeño en la provincia, donde todos se saludan, se conocen, y se tratan, en una atmósfera general de armonía y espontánea organización.  En las comunidades tradicionales sus integrantes forman parte de un mismo cuerpo social. Este tipo de sociedades, como dice Lefort, “…se representaba su unidad, su identidad, como unidad o identidad de un cuerpo…”[5], que por su condición orgánica establecía claramente los roles de asistencia mutua, aunque también fortalecía los límites de sus alcances (de ahí su tendencia a la xenofobia).
En la sociedad propiamente moderna, democrática, por el contrario, “…esa imagen tiende a desvanecerse…”[6]. Asistimos a una auténtica crisis de solidaridad justo en un contexto de apertura y tolerancia casi totales. En la modernidad el vínculo social natural, corpóreo, propio de las comunidades antiguas, se ha fracturado. La modernidad es, hasta un cierto punto, un experimento de creación de lazos sociales para un colectivo humano poblado ahora ya no por “miembros”, sino por “individuos”. Pero al poner “…el acento sobre el principio de autonomía, la sociedad moderna se enfrenta a un problema mayor para definir un ejercicio adecuado de la solidaridad”[7]. Este hecho no requiere ahora mayor argumentación; baste con recorrer las estadísticas de distribución del ingreso o exclusión social para evidenciarlo. La sociedad moderna, en la que van a desarrollarse múltiples burocracias sociales“…basadas todas en el modelo de una supuesta racionalidad científica…”, paradójicamente coloca “…a los hombres y sus instituciones ante la prueba de la indeterminación radical…”[8], y los relega a un sitio vacío de contenido e incorpóreo. Se relega al anonimato del número a aquel a quien se pretende asistir e “incluir”. Es verdad que la sociedad moderna posee todo un arreglo de tecnología organizacional para conectar a los hombres y facilitar su asistencia recíproca, aunque por otra parte adolece de lo más esencial: el fuego sagrado de los valores necesarios para desear estar juntos colaborativamente. Cuál ha de ser la moción espiritual que nos anime a todos, como grupo, a desear efectivamente estar juntos, colaborar unos con otros, y perpetuar ese vínculo a lo largo de la historia, es el gran desafío para la política. El colectivo humano debe ser un hecho pleno de sentidos, para no resultarnos extraño, parafraseando la expresión de Camus. Pero dicho sentido no es posible de ser salvado por la tecnocracia. Requiere del arte de la conducción política en la acepción más plena del término. Este problema del confinamiento de la comunidad a un sitio completamente vacío de sentido urge asimismo a la postmodernidad, época que busca, aunque sin éxito todavía, “…un nuevo principio organizador para el estar juntos los seres humanos en comunidad”[9].

Perón y la Comunidad Organizada

Entra en juego entonces la cuestión del patriotismo. Sentimiento complejo, invariablemente presente en aquellas comunidades originarias mencionadas más arriba, pero asaltado por fuerzas más bastas y poderosas en este proceso globalizador contemporáneo. La crisis del Estado es una de las manifestaciones del interdicto puesto al patriotismo, al vínculo sentimental entre los miembros de una comunidad para con su territorio y tradiciones. El pueblo se expresa por su organización política, la cual es puesta en tela de juicio, no por una doctrina, por una idea universalista distinta, sino por la materialización de intereses concretos de grupos de influencia económica, en el movimiento universal de la globalización.
Llegados a este punto creo que el equívoco pasa por escindir tanto patriotismo como asistencia recíproca, de un valor superior y esencial a la vida en común: el amor por los semejantes, el amor al Hombre del que hablaba Mangabeira Unger al principio. De hecho, en aras del patriotismo se han perpetrado muchos de los peores crímenes de la historia, efectivamente por su absolutización al margen del vínculo Humano universal, de la misma manera que un sistema de asistencia a los hombres divorciado de la familiaridad afectiva necesaria para desear estar juntos, ha configurado otras tantas formas de totalitarismo, no pocas veces manifestadas como indiferencia o exclusión social, cuando no como supresión lisa y llana.
El planteo solo en apariencia parece grandilocuente. Es precisamente “…en ausencia de tesis fundamentales defendidas con la perseverancia debida…” cuando surgen entonces “…las pequeñas tesis, muy capaces de sembrar el desconcierto”[10]. La propuesta es volver a pensar aquella latinoamericana idea de “comunidad organizada” que formulara Juan Domingo Perón cuando en 1952 recuerda que “…hace cinco años que ruega al pueblo argentino que se organice…”[11]. Esta idea de una comunidad organizada que toma Perón surge de la experiencia de Europa, ciertamente, y de diversas lecturas en especial de la Doctrina Social de la Iglesia; pero más allá de eso, de un espíritu latinoamericano moldeado en las planicies patagónicas, y del medio pueblerino de la primer Argentina, que vibraron en torno de sus años niños. La Argentina podrá reencontrarse con los valores fundamentales del patriotismo y la solidaridad necesarios para “organizar” su comunidad, en la medida que reivindique la navegación profunda del sentido de la condición humana, en la medida en que los Argentinos nos devolvamos a nosotros mismos la “…fe en nuestra misión en lo individual, en lo familiar, y en lo colectivo”[12]. Porque en el peronismo “…nosotros somos colectivistas, pero la base de ese colectivismo es de signo individualista, y su raíz es una suprema fe en el tesoro que el hombre, por el hecho de existir, representa”[13].

Bibliografía


[1] Hay que devolverle al hombre la fe en su misión. En: Juan Domingo Perón. “La comunidad organizada”. Buenos Aires 2000, Consejo Nacional, Partido Nacional Justicialista, XIX, p. 68
[2]Si la crisis medieval condujo al Renacimiento, la de hoy con el Hombre más libre y la Conciencia más capaz, puede llevar a un renacer más esplendoroso. En: Juan Domingo Perón. “La comunidad organizada”. Buenos Aires 2000, Consejo Nacional, Partido Nacional Justicialista, III, p. 18
[3] La religión. En: Roberto Mangabeira Unger. El despertar del individuo. México DF, 2009, FCE, xii, p. 279
[4] La declinación de la sociedad aseguradora. En: Pierre Rosanvallon. La nueva cuestión social. Buenos Aires 2007, Manantial, Cap. 1, p.17-18
[5] La imagen del cuerpo y el totalitarismo. En: Claude Lefort. La invención democrática. Buenos Aires 1990, Nueva Visión, p. 75
[6] Claude Lefort, ibidem
[7] La sociedad de inserción. En: Pierre Rosanvallon. La nueva cuestión social. Buenos Aires 2007, Manantial, cap. Vi, p. 175
[8] Democracia y advenimiento de un “lugar vacío”. En: Claude Lefort, ibídem, p.187
[9] Peter Sloterdijk. Im selbem Boot. Frankfurt 1993, Suhrkamp, p.51
[10]El Hombre y la sociedad se enfrentan con la más profunda crisis de valores que registra su evolución. En: Juan Domingo Perón. La comunidad organizada. Buenos Aires 2000, Consejo Nacional, Partido Nacional Justicialista, I, p. 12
[11]Una comunidad organizada. En: Juan Domingo Perón. Política y Estrategia. En: Obras Completas, vol. XVI, Buenos Aires 1999, Docencia Ed., p. 167
[12]Hay que devolverle al hombre la fe en su misión. En: Juan Domingo Perón. La comunidad organizada. Buenos Aires 2000, Consejo Nacional, Partido Nacional Justicialista, XIX, p. 67
[13]Sentido de proporción. Anhelo de armonía. Necesidad de equilibrio. En: Juan Domingo Perón. La comunidad organizada. Buenos Aires 2000, Consejo Nacional, Partido Nacional Justicialista, XXII, p. 90

domingo, 27 de mayo de 2012

Feliz día de la Patria

En ocasión de un nuevo 25 de Mayo, el “día de la Patria”, me han surgido algunas reflexiones. La patria constituye el eje de la vida política del Estado-Nación, y el centro de la realización democrática de la sociedad. Estas ideas serán expuestas no de manera desapasionada. Porque no obstante el rigor metodológico que pretendemos, en realidad reflexionaremos con afectividad política. Como dice Platón, “…en todo hay que hacer lo que la ciudad y la patria ordenen…”[1]. Y nosotros seguiremos su consejo. Y la primer tarea, como con cualquier ser querido, será pensar en nuestra patria con el corazón y bajo las prerrogativas del amor. Reflexión o indiferencia respecto de la grandeza de nuestra patria son ambas actitudes eminentemente políticas, y de política es en definitiva de lo que hablaremos. Porque hablar de política es, antes que nada, hablar del Estado[2]; y la patria es nuestro Estado en el sentido de unidad política amada y heredada. Luego este escrito es un intento de reflexión política afectiva, aunque con fuertes insinuaciones programáticas. Pues en las ideas buscamos un plan para la existencia. El amor se encargará de que esas ideas emanen a su vez de una realidad existencial determinada.
Los argentinos debemos expandir los alcances de aquello que llamamos política. Porque aun siendo cierto que no todo es político, y que el patriotismo posee otras aristas, llámese culturales, psicológicas, o educacionales; no es menos cierta la tesis opuesta: que el error muy posiblemente se encuentre en no incluir todas las dimensiones de la vida colectiva a la hora de reflexionar sobre lo político. O mejor aún, podría ser un grave error que no se intente abarcarlo todo, aprender de todo, reparar en todo, a la hora de hacer política. Propondremos entonces expandir la política al volumen mucho más vasto de la vida, y no contraer la vida a los mezquinos lindes de una política exinanida. Queremos, mediante la apasionada reflexión sobre lo patrio, incitar a lo patriótico; y hacer despertar nuevos bríos de la más añeja política.
Si bien la referencia era la España del 14’, cuando José Ortega y Gasset escribió que “…la política no es la solución suficiente del problema nacional porque es éste un problema histórico…”, ciertamente podría haber estado haciendo referencia a la Argentina del siglo XXI. Hablar de nuestros problemas políticos es ya, a esta altura de los acontecimientos, plantearse una cuestión de dimensiones históricas. Aquello que creemos coyuntura es en realidad otro paroxismo en un largo proceso convulsivo que ha tomado en nuestra historia los atributos de verdadera era de decadencia. Porque palpablemente la política no ha podido avanzar en nuestros problemas nacionales ni en los grandes procesos que harían posible nuestro desarrollo como Estado moderno, en especial la adhesión a las leyes, la salud pública, el nivel educativo, y los sistemas económicos sustentables y futuristas. Luego nuestra política tal cual y como está planteada, tan inmóvil y parecida siempre a sí misma, debe cambiar. Debe ser otra distinta, para ofrecer otros resultados no explorados a la comunidad.
La política que buscamos es una nueva política. Aceptemos que hay muchas políticas, o mejor dicho, múltiples formas de aproximarse a lo político. Esta diversidad daría lugar a otros tantos modos de clasificación. Podríamos hablar de una política honesta o deshonesta, participativa o excluyente, transparente u oscura, de masas, de minorías, o de élites, y demás. Pero como nuestro interés no es sólo diagnóstico sino que nos inspira un anhelo programático, propedéutico, alentado a su vez por una pertenencia generacional, es entonces que dividiremos la política en dos: una “vieja política”, y una “nueva política”.
Y en este sentido podría ocurrir que el fracaso contemporáneo de nuestra patria no se deba en realidad a una desilusión de “la política” en general, sino más bien al fracaso definitivo de “la vieja política”. En este sentido quizá debamos volver a coincidir con Ortega, y lo que nuestro país necesita sería una “nueva política”, bastante más comprehensiva que la actual, más ocupada de los procesos sociales en su conjunto, y no tanto en su propia fisiología. En definitiva, deberíamos procurar una política más influida por las innumerables facetas de la vida colectiva según decíamos al principio. Y esto es novedoso. Hacer política desde el todo, y no hacer política desde ella misma.
La política debe dejar de ser únicamente aquello que hacen hoy en día “los políticos”. La política es más que esa actividad plagada de bajezas y mediocridad a la que nos hemos acostumbrado, aunque no sin desagrado. La política debe ser una praxis engrandecida por ideales, contemporánea, abrazada en deseos de grandeza y trascendencia, comprometida con las hondas aspiraciones de nuestro pueblo. Y como Ortega, creemos que esta “…nueva política tiene que ser una actitud histórica…”[3]. Esto es así porque las horas que vive la patria son históricamente decisivas; y el desafío que estas horas imponen a aquellos llamados en su apoyo es igualmente trascendente. Nuestro problema no es político en los términos que podemos colegir de dicho vocablo indecentemente tergiversado por los agoreros de la “vieja política”. En todo caso, como venimos diciendo, nuestro problema es histórico. Y como tal, exige mucho más de “lo político”. Exige un ingrediente nuevo. Nuestro problema histórico exige una apertura de la política a la inmensidad de la vida de nuestra comunidad y del mundo. En este sentido el concepto de patria es muy elocuente, o quizás el más locuaz.
Si resulta verdad que “…tomar parte en la comunidad significa todo menos tomar…”, porque al contrario, tomar parte en la comunidad es en realidad “…perder algo, reducirse, compartir la suerte del siervo…”[4], si comunidad es en realidad no una posesión de cosas comunes sino un “…mecanismo complejo de donarse…”[5], de brindarse por una obligación contraída con los otros, si todo esto es correcto, entonces reflexionemos seriamente si la dimensión afectiva de lo patriótico no condensa de manera exacta esta premisa. Si la imperiosa necesidad de entrega recíproca desinteresada que se encuentra en la raíz de toda auténtica comunidad, no exige igualmente amor incondicional a la patria como punto de partida de lo político. Pensemos si no es, en realidad, el generoso patriotismo el elemento faltante en todo el problema político argentino. Nuestro drama político bien podría ser consecuencia de falta de cariño por la Argentina y su pueblo.

[1] Platón. Critón, 51a-c. En: Calonge-Ruiz J, Lledó-Íñigo E, García-Gual C (trad.). Platón, Diálogos. Madrid 1990, Gredos.
[2] Karl Schmitt. Der Begriff des Politischen. Berlin 2002, Duncker & Humblot, p. 10
[3] José Ortega y Gasset. Vieja y nueva política. En: Pedro Cerezo Galán (Ed.). Ortega y Gasset. Vieja y nueva política. Madrid 2007, Biblioteca nueva, p. 118-119
[4] Nada en común. En: Roberto Espósito. Communitas. Origen y destino de la comunidad. Buenos Aires 2007, Amorrortu, p. 30 y ss
[5] L’hospitalité. En: Émile Benveniste. Le vocabulaire des institutions indo-européennes. Paris 1969, Les éditions de minuit. Vol I, ch. 7, p. 96-97