Dr. Carlos Javier Regazzoni
La crisis financiera mundial vuelve a poner en tela de juicio al sistema capitalista, cosa que no pudo lograr el dato palmario del crecimiento desmesurado de las desigualdades. Aquel viejo apotegma aristotélico de que “con el dinero no se puede hacer dinero”, desafiado por la creación de capital merced a los intereses y encajes, parece, finalmente, ser un sabio consejo. Más aún, la premisa elemental de la economía, la “elección racional”, es contestada por una crisis cuyo principal componente es la emotividad, que no otra cosa se esconde tras las “expectativas del mercado”. Además, la globalización con su promesa de un mercado omnipresente y sin fronteras, súbitamente se estrella contra la urgencia de los Estados Nacionales para intervenir y salvar al sistema.
Ahora bien, esto el mundo lo ha vivido. Entonces saltan voces triunfalistas de la izquierda que, desde la vereda de enfrente retozan ante el cumplimiento de la profecía apocalíptica. Olvidan la implosión del comunismo soviético, el ejército de hipermillonarios que genera China con sus obreros, y las tasas del 15% con que Venezuela favorece a sus amigos.
¿Entonces, qué camino elegir, el riesgo de la libertad, o la construcción colectiva de la igualdad? La coyuntura histórica es propicia para reflexionar sobre dos hechos: primero, que el surgimiento del liberalismo económico coincidió, históricamente, con las doctrinas que consolidarían las soberanías y el Estado-Nación. La filosofía del mercado, lejos de un universalismo social, fragmentó a Europa en decenas de leviatanes. En segundo lugar, que si bien la historia política moderna irrumpe con fuerza colosal bajo la consigna de “igualdad, libertad, y fraternidad”, luego evoluciona completamente olvidada del último componente del tríptico, como dice Marramao, y fluctuará entre los gélidos extremos de la libertad (Liberalismo) y la igualdad (Socialismos). Los sentimientos de fraternidad y solidaridad quedan en definitiva, olvidados. Y con ellos, la posibilidad de una verdadera “comunidad”. Asistimos, como escribe Camus, al triunfo de la Revolución del individualismo, verdadera raíz de ambas reivindicaciones, liberalismo y socialismo.
La “rebelión del hombre” que trazara Albert Camus ya tenía, aunque ignorada, una formulación histórica en el peronismo. Juán Domingo Perón quiso dotar a esa Revolución que avanzaba vacilante entre exigencias polares de igualdad y libertad, con el calor y la humanidad de la “comunidad”. Esta fue la raíz de su afable llamado a los “compañeros”, frente al marcial “camaradas” de los socialismos, y al individualista “ciudadanos” del liberalismo político. El peronismo es, indudablemente, una fuerte cultura política, y como tal pervive (con sus luces y sombras). Pero no debemos olvidar que antes que nada es una doctrina, y como tal, lamentablemente corre serio peligro de extinguirse, si no forma parte de la reflexión política contemporánea; y ésta es la causa de la actual crisis institucional del “movimiento”. Tras esta crisis financiera, la globalización ya no será lo que era, y en consecuencia, el liberalismo deberá meditar. Pero antes de permitir que la Revolución se tambalee nuevamente hacia el otro extremo de la gélida díada del individualismo, cosa que parece buscar el peronismo piquetero, es imperioso rescatar los componentes fundamentales de la “tercera posición”, y con ella, hacer jugar el calor familiar de la comunidad.
Y la idea de “comunidad” tuvo, para Perón, una serie de componentes fundamentales. Primero, era “organizada” en post del bien común. Segundo, reconocía en el trabajo, la fuerza transformadora de la sociedad. Por último, intentó moverse con planificaciones a largo plazo, como fue el caso del plan quinquenal (no juzgamos aquí los resultados sino el método). La doctrina peronista erige la cultura del trabajo y la solidaridad. El hombre no se enajena en el “individuo”, sino que por el contrario articula su vida en la familia, y el trabajo. Escuela, hospital, sindicato, plaza, club, deportes, son formulaciones comunitarias en las cuales aún hoy es posible ver los últimos vestigios del inefable trazo peronista en nuestro país; ya no en su momento confrontativo y agonal (probablemente su faceta más antipática), sino en su más genial creación: la de la Argentina del trabajador progresista y “compañero”.
El justicialismo tiene hoy, más que nunca, una propuesta para el debate político. Lamentablemente ella va a desilusionar a más de un albacea de algunos movimientos sociales. Porque el justicialismo no buscó ser un aporte a la reivindicación revolucionaria de los pueblos, sino su opción superadora, más allá del dilema liberalismo y comunismo. Es una opción por la fraternidad, y su realización histórica es la justicia social.