Ciertamente que “algo está podrido” en la Argentina. La caída ininterrumpida de su peso relativo en el concierto de naciones, la inestabilidad política constante, y el deterioro de nuestra situación social, resumen la inercia de los últimos 50 años de historia, y constituyen síntomas inequívocos de decadencia. Tendencias parecidas se pueden trazar para la educación, el desarrollo tecnológico, y hasta para la crítica red de ferrocarriles o el hospital público.
Debido a este fracaso colectivo, a comienzos del milenio la sociedad emplazó, y con justicia, a toda una clase dirigente cuya responsabilidad frente al estrago era atestiguada por el inconfesable enriquecimiento de sus representantes más insignes. Dada entonces la decepción institucional, la culpa sería de los hombres. Cambiar al hombre para rehacer la vida institucional sería el axioma del pacto moral: contar con hombres buenos, para tener buenos gobiernos. Esta verdad es, lamentablemente, insuficiente y delicada por dos razones fundamentales. La primera, porque el sistema democrático se creó sobre la premisa exactamente inversa. La segunda, porque no resulta sencillo (y es peligroso) definir quién es “bueno”.
Es precisamente porque los hombres no son buenos, y fácilmente se corrompen, que se diseñó un sistema de gobierno con rotación en los cargos públicos, división de poderes, auditorias, y sistemas de pesos y contrapesos. Esto y no otra cosa constituye la base de la democracia republicana. Ya Aristóteles señala este punto en su “Política”. Y la dificultad para garantizar la bondad de los hombres constituye una de las premisas del “Contrato Social” de Rousseau; la igualdad es la otra, complementaria con la primera. El propio Washington declara en su celebre “discurso de despedida” la necesidad de dividir poderes para combatir la afección natural del corazón humano a las delicias del mando. Todos podemos acceder al poder, aunque por tiempo limitado, y bajo supervisión. Se podrá pensar que estas previsiones surgen de concepciones pesimistas como la de Hobbes. Sin embargo, varios siglos antes, reglas parecidas habían sido puestas en marcha por el canónigo Domingo de Guzmán con aquella primer orden de frailes mendicantes. El superior de la misma era electo, temporario, y rendía cuentas a un capítulo de hermanos. Las primeras municipalidades europeas también reproducían este modelo participativo. Y son muchos los pensadores que han visto en el diseño institucional la clave para defender a la comunidad de los individualismos. La otra opción, una especie de “cruzada de justos” santificada por representantes de diversas religiones, nos lleva al segundo término de la disyuntiva planteada por el pacto moral: “buenos contra malos”.
Respecto de este segundo problema del pacto moral como doctrina política, recordemos aquellas palabras del Evangelio: “sólo Dios es bueno”. La historia demuestra que nunca se reflexionará bastante sobre ellas. Las agrupaciones de “buenos” han demostrado ser una verdadera calamidad; en su raíz contradicen aquello de “no juzgar”, y además se oponen a uno de los principios históricos fundamentales del ordenamiento democrático, cual es la separación de los fueros público y privado de la conciencia. De lo público se encarga la ley, y dicha ley es defendida por las instituciones. Las ideas democráticas, como escribe Rosanvallon, intentaron establecer una tregua al conflicto generado en la sociedad por las antinomias entre buenos y malos planteadas en las guerras de religión de la Europa de los siglos XVI y XVII. El modo representativo de legislar, el gobierno rotatorio, la separación de poderes, y el principio de tolerancia, pretendían establecer un sistema de gobierno que fuese una especie de arreglo técnico para que la sociedad, dentro de cierto marco, conviviese en paz. “Buenos y malos” suele devenir en sectarismos.
Se dirá entonces que ese marco mínimo se ha roto en la Argentina. Y concedo. En nuestro país, como decía un humorista, “no hay moral”. Y cada uno verá la porción de responsabilidad que le toca desde su casa, cátedra, trabajo, púlpito, aula, estrado, o micrófono. En este sentido, todo intento de promover valores humanos es imprescindible. Pero el fomento de valores de honestidad y decencia implica otra dinámica; supone humildad, introspección, y desinterés, y no resiste ser utilizado para ganar elecciones. No podemos pretender ser votados por el mérito de ser adalides de la moral. Esto no garantiza un buen gobierno porque el problema del mal en el mundo es bastante más complejo que un grupo de buenos contra otro de malos. ¿Quién es “malo”? ¿El funcionario que hace negocios con los fondos públicos?¿El empleado que no cumple su horario, cajonea expedientes, o abusa de la fotocopiadora?¿La abuelita que pide al nieto que consiga un puesto para el primo desempleado? Los adalides de la moral recuerdan bastante a “Fausto”, el líder maniqueo que terminó por desilusionar a San Agustín, precisamente por su infundada fatuidad. Gobernar exige más precisión, más compromiso con los problemas concretos, y esto sí, llevado adelante con hondos, sólidos, y humildes valores humanos, pero a la manera del político de Platón: “…como un tejedor que busca, de cada cual, buenos y malos, las mejores hebras para concretar un tapiz hermoso” que es la comunidad política.
Hacer de la moral una bandera política es traer la guerra a casa. Si alguien infligió la ley, habrá que enfrentarlo a la justicia y no juzgarlo de antemano. La presunción de culpabilidad generalizada lleva a equivocar el verdadero enemigo. Cuenta Platón que Sócrates encontró una vez a Alcibíades, un joven ateniense que planeaba participar en la política de su tiempo. Cuando Sócrates preguntó al muchacho para qué deseaba hacer política, éste respondió que para combatir a fulano, desenmascarar a mengano, y demostrar lo poco que sabía perengano! (Un clásico opositor de nuestros días). Todo esto dicho en medio de una exaltada reivindicación de moralidad y transparencia. Entonces Sócrates, penetrando el ánimo beligerante del muchacho, le replica: “-¿Por qué has pensado que tu lucha deba ser contra los hombres de tu propia comunidad?”. Nuevamente hoy la pregunta se impone. Porque los enemigos seculares de nuestro pueblo siguen siendo el hambre, la miseria, la enfermedad, la falta de educación, y el atraso. El enemigo de la Argentina no es la Argentina. Y nuestra tragedia, la falta de una dirigencia con coraje e inteligencia para encausarnos en la vía del progreso. A veces, comenzar por lavar los platos es una forma efectiva de hacernos buenos. Ya lo dijo Paulo VI: en América Latina, el nombre de la paz es “desarrollo”. Todo lo demás son palabras; y como bien se ha dicho, “en la Argentina ha llegado la soberana hora de hablar menos, y hacer más”.
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