En una conferencia dictada en mayo de 1914 dice Ortega que “Nueva política es nueva declaración y voluntad de pensamiento, que, más o menos claros, se encuentran ya viviendo en las conciencias de nuestros conciudadanos…”. De acuerdo con esto, la política será nueva, o se hace nueva, en el instante mismo en que se transforma en reedición de las actuales convicciones del pueblo. Cuando se pone a tono con lo contemporáneo. Existiría una “desactualización” de la política “vieja” respecto de las genuinas expectativas de la sociedad, y esto constituye el estigma de su decrepitud. Porque “…el secreto de toda política, consiste simplemente en esto: declarar lo que es, donde por lo que es entendía aquélla realidad de subsuelo, que viene a construir en cada época, en cada instante, la opinión verdadera e íntima de una parte de la sociedad…”[1]. La vieja política dejó de entender al pueblo; por eso es vieja. La nueva lo será, en tanto escuche atentamente la opinión verdadera de una parte de la sociedad. De lo contrario no representa a nadie, y como estricta reedición de lo previo no será sino “más de los mismo”.
Podría ser que la frustración contemporánea de nuestra patria no se deba en a una desilusión con “la política” en general, sino más bien al fracaso definitivo de “la vieja política”. Dicho de otro modo, a una desactualización de la política frente a la incontenible marcha de la vida. En este sentido quizá debamos volver a coincidir con Ortega, y lo que nuestro país necesita sería una “nueva política” bastante más comprehensiva que la actual, más ocupada de los procesos sociales en su conjunto y no tanto en su propia fisiología. En definitiva, deberíamos procurar una política más influida por las innumerables facetas de la vida colectiva. Y esto sería novedoso. Hasta ahora la política Argentina no hizo sino reducir a “política” toda la gran misión del Estado. Pero aventuro otra interpretación; lo que ocurre es que la vieja política ya no ve otra cosa que "política" (con minúscula) en medio de las enormes posibilidades y riquezas que encierra la vida comunitaria. Y ésta anomalía, la envejece.
Porque la política debe dejar de ser excluyentemente la tarea de “los políticos” en su lucha por la supremacía. La Política (con mayúscula) es más que esa actividad plagada de bajezas y mediocridad. Debe ser una praxis engrandecida por ideales, actual, abrazada en deseos de grandeza y trascendencia, y comprometida con las profundas aspiraciones de nuestro pueblo. La vieja política entenderá la vida humana pero sin dinámica. Ella tiende a petrificar el ordenamiento social conforme a su conveniencia. El consabido “no hagan olas” verbaliza esta actitud espiritual. Lamentablemente en esta actitud premeditadamente conservadora olvida que no existe una forma “natural de vida humana” a la manera de destino fatal. Para el hombre, lo que hay es un universo de posibilidades mayoritariamente inexploradas. Y la crítica vale tanto para las derechas como las izquierdas; porque “No sólo no existe una forma natural de vida humana, tampoco existe una fórmula definitiva institucional y cultural para la democracia, la economía de mercado, o la sociedad civil”[2].
En este sentido la sola idea de “modelo” representa otra forma de cristalización, otra estructura distinta para un sólido más, cuando en rigor de verdad la vida vive en lo fluido. Hasta ahora el debate ideológico ha venido girando en torno a los extremos de “economía de mercado” y “economía dirigista”. Pero esta alternativa es falsa en gran parte porque no ha podido resolver el enigma planteado por dos tipos de naciones; aquellas que tuvieron “éxito en todo”, y aquellas que fracasaron en todo[3]. Y “…las sociedades que han tenido éxito tanto en los ordenamientos orientados al mercado como en los dirigidos por el gobierno (caso EE.UU. durante la Segunda Guerra Mundial), son las que han sido capaces de aplicar un conjunto superior de prácticas cooperativas”. Las que han podido tender ese “arco de solidaridades” que, fiel a un principio superior a las iniciativas sectoriales, organiza una totalidad en la diversidad. Si hay identidad nacional, entonces hay unidad, y proyecto; los programas serán entonces accidentes del momento. Se hará lo que convenga, pero no se entregará nunca lo trascendental.
La nueva política en cambio, volviendo a Ortega, “…tiene que ser una actitud histórica…”[4], porque las horas que vive la patria son históricamente decisivas; y porque la historia en su curso ha dictaminado un rumbo. La Argentina no se pierde en la inmensidad de los senderos por la supremacía. El país se pierde en el Océano de las posibilidades humanas inexploradas que atesora su glorioso pueblo. Nuestro problema no es político en el sentido habitual del vocablo. En todo caso, nuestro problema es histórico. Y como tal, exige mucho más de “lo político”. Exige un ingrediente nuevo. Nuestro problema histórico exige una apertura de la política a la inmensidad de la vida de nuestra comunidad, en el mundo contemporáneo en que vivimos, y conforme avanza la historia del hombre. De este modo, o la política Argentina comprende la complejidad hacia la cual evoluciona la sociedad, la crisis de identidad suscitada por el entorno tecnológico, la nueva escala de lo humano en relación con la naturaleza, la conformación de la ciencia y su relación con todas las dimensiones del espíritu; o la política comprende todo esto, o no escucha al pueblo. Volvemos a esas etapas en que para renacer, hace falta escuchar. Sólo escuchando surgirá una nueva palabra organizadora de una sociedad que pide a gritos por su destino.
[1] Vieja y Nueva política. En: José Ortega y Gasset. Vieja y nueva política. Madrid 2007, Biblioteca nueva, p. 106-107
[2] La sociedad. En: Roberto Mangabeira Unger. El despertar del individuo. Buenos Aires 2009, FCE, cap. IX, p. 227
[3] Una oportunidad: la cooperación favorable a la innovación. En: Roberto Mangabeira Unger. La alternativa de la izquierda. Buenos Aires 2010, FCE, p. 64
[4] José Ortega y Gasset. Vieja y nueva política. En: Pedro Cerezo Galán (Ed.). Ortega y Gasset. Vieja y nueva política. Madrid 2007, Biblioteca nueva, p. 118-119
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