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jueves, 23 de diciembre de 2010

El Abismo

No somos vencidos; naufragamos.

En una lúcida observación expresa Mangabeira que los hombres “Sólo podemos vivir con un ordenamiento estable de la sociedad y del pensamiento como trasfondo…”[1]. Para reconocer el valor fundamental de esta estabilidad o marco referencial, consideremos un minuto su ausencia. La falta total de estabilidad es precisamente nuestra experiencia del caos, y la carencia de referencia mental coincide con nuestra definición de absurdo. Caos y absurdo son los nombres de la inestabilidad absoluta, tanto individual como social.

Indudablemente este fin de año en nuestro país ha sido caracterizado por el caos. Las tomas de espacio público y propiedad privada desafían al Estado y la Ley, y coinciden con el desarme de las fuerzas del orden público, sumado al deporte del piquete, el apriete corporativo, y el autismo dirigencial. Todo se conjuga para colorear la imagen del precipicio. Momento oportuno entonces para reflexionar sobre el caos, cuyo significado etimológico es, precisamente, “abismo”.

Mente y Sociedad

La íntima relación entre “…la organización de la sociedad y la organización de la mente…” de que habla Mangabeira nos retrotrae a la República de Plató. Allí, la ciudad es un hombre escrito en grandes caracteres. En la República el joven Glaucón y sus amigos piden a Sócrates que investigue con ellos qué sea la justicia. Entonces el maestro advierte que el hombre es pequeño, y como tal, la justicia en él individualmente podría ser difícil de observar. Entonces propone el método de un pantógrafo. Si un mismo cartel escrito en letras demasiado pequeñas estuviese reproducido en otra parte con tipos de mayor tamaño, obviamente leeríamos aquí lo que se dice, y luego con mayor facilidad reconoceríamos los caracteres de pequeño formato en el primero[2]. Surge así la idea de que “una ciudad es el hombre escrito en grandes caracteres”, como dice Voegelin. En consecuencia propone Sócrates indagar cómo sea la justicia en la Ciudad, en grande, para inspeccionar después como sea en cada individuo[3], en pequeño.
Dado que la Ciudad es un hombre en grande, entonces observando su constitución sería posible aprender sobre este. Siguiendo el argumento, sería razonable pensar que “…hay necesariamente tantas especies de caracteres humanos como de regímenes políticos”[4]. Con estas ideas la ciudad dejaba de ser un “microcósmos” al modo de los antiguos imperios de tradición Oriental, y pasaba a ser un “macro-hombre”, una reproducción en gigante del organismo humano completo al cual representaba. El hombre dejaba de ser un detalle en el inmenso orden del universo y pasaba, él mismo, a ser el universo en pequeño. La ciudad dejaba de ser el resultado marginal de enfrentamientos celestiales entre deidades varias, para convertirse en el sitio propio de materialización del conflicto humano. Aparecía la conciencia política. Los destinos de la organización social pasan entonces a depender de los destinos de las mentes de sus habitantes. La clave de bóveda al conflicto está ahora en nosotros mismos, en nuestras manos.
Estabilidad y conflicto
Ahora bien, para hacer realidad ese ordenamiento social y mental estables, como dice el pensador brasileño más adelante, “…debemos interrumpir y prevenir nuestra lucha por los términos de ese ordenamiento…”. De lo contrario, la disputa permanente por las bases del orden social y mental vuelven imposible la estabilidad. Pero el conflicto se detiene, dejando lugar a la estabilidad, sólo cuando coincidimos en un valor común. Como dice Camus, “Si los hombres no pueden referirse a un valor común, reconocido por todos en cada uno, entonces el hombre es incomprensible al hombre” [5]. De negarse este valor común sería absurda incluso cualquier rebeldía, ya que “La rebelión más elemental expresa, paradójicamente, la aspiración a un orden…”. Luego el problema de fondo, puesto de manifiesto hoy en las calles, es sobre qué valores cimentar nuestro orden social. Dicho de otro modo, bajo qué estado mental de los Argentinos será posible establecer la paz política.
Continúa Camus diciendo que “Si los grandes principios no tienen fundamento alguno, si la ley no representa nada más que una disposición provisoria, entonces ella estará simplemente ahí para ser cambiada, o para ser impuesta…” ya sea por “…el terrorismo individual o por el terrorismo de estado…”[6]. Ese es el dilema más profundo del contrato social bajo la forma de democracia; y tanto la ausencia de Estado como la Dictadura, ambos ponen de relieve el problema en cuestión. O coincidimos, o nos peleamos, o somos obligados. La paz es posible sólo con la primer opción: si coincidimos.
Valores y reivindicaciones
No obstante, no nos equivoquemos; hay justicia en los reclamos. No es adecuada la forma de peticionar, pero la violencia exterioriza en gran parte la postergación sistemática. Sin embargo, la ausencia de valores compartidos en nuestra comunidad, y su consecuencia política cual es el irrespeto a las leyes y el orden establecido, termina por materializarse en conductas absolutamente irresponsables. Y es precisamente la irresponsabilidad el color más típico de nuestra paleta social. Por otro lado, en nuestra comunidad persiste irresoluto el dilema de los “motivos para ser responsables”. Y la solución al planteo se encierra exclusivamente en el mundo de los valores. Habrá responsabilidad social, seremos una sociedad madura, si abrazamos valores comunes. Ahora bien, como la modernidad demuele los valores, entonces sucede que tenemos la sensación de catástrofe inminente, aunque sin un enemigo externo definido. Porque en ausencia de valores, el enemigo de lo social, como dice Edgard Morin, “…carece también de rostro, puesto que es la nada. La historia ha conocido enemigos que aniquilaron naciones, culturas, poblaciones. En la actualidad, el enemigo no es sólo el aniquilador potencial, es la propia nada”[7]. Al carecer de valore, no somos vencidos; naufragamos.
Sin valores compartidos, caos y absurdo son los nombres de nuestros predadores. Y ambos demonios operan su influencia en un estado mental que podríamos denominar “bronca”; que luego terminan por estallar políticamente en un caos supuestamente irredimible; y todo ello porque “…el hombre absurdo es lo contrario del hombre reconciliado…”[8]. Este absurdo individual y colectivo nos vuelve seres irreconciliables; nos ponen en guerra.
De todas formas, no sirve cualquier orden. Porque "la totalidad no es la unidad. El estado de sitio, mismo si se halla extendido hasta los confines del mundo, igualmente no sería una reconciliación"[9]. Lo que en verdad buscamos es entonces, aquellos valores capaces de cimentar la auténtica unidad. Y no son muchos. Son valores que hacen referencia a la justicia social. Sólo ellos podrían salvarnos del abismo… Buen deseo para estas Navidades.
[1] La autoconciencia. En: Roberto Mangabeira Unger. El despertar del individuo. Buenos Aires 2009, FCE, cap. VII, p. 166
[2] Eric Voegelin. La nueva ciencia de la política. –Una introducción-. Buenos Aires 2006, Katz, II, 4, p.: 79
[3] Platón, República, II, 368c-369ª. En: Conrado Eggers-Lan (trad.), Platón, República. Madrid 1988, Gredos
[4] Platón, República, VIII, 544d-e. En: Conrado Eggers-Lan (trad.), Platón, República. Madrid 1988, Gredos
[5] La révolte métaphysique. Albert Camus. L’homme révolté. Paris 1951, Gallimard, p. : 41
[6] A Camus. L´homme révolté. Op. cit., pp. 170
[7] La amenaza común. En: Edgard Morin. Pensar Europa. Barcelona 2003, Gedisa, iv, 2, p.147
[8] La liberté absurde. En: Albert Camus. Le mythe de Sisyphe. Paris 1942, Gallimard, pp. 85
[9] La révolte historique. En: Albert Camus. L'homme révolté. Paris 1951, Gallimard, p.300

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